No me gusta el hotel, construido a principios del siglo pasado, en el que he reservado una habitación individual. Es pequeña, demasiado pequeña y tiene una única ventana también pequeña de cristales esmerilados que no puedo abrir. Por el mapa de situación que hay tras la puerta de entrada deduzco que da a un patio interior que la dirección no quiere que vea. La televisión colgada de una de las paredes es idéntica aunque con bastantes menos pulgadas que la que tengo en casa. Con una pegatina se advierte que está protegida con alarma antirobos. Me pregunto en que tipo de garito me he metido.
Salgo a cenar y me dejo perder subiendo la cuesta de la calle Atocha. Un local de sexo en vivo me invita a entrar, paso de largo aunque intrigado por lo que me encontraría tras esas paredes de neón. Están animadas las calles a pesar de ser domingo por la noche. Me encuentro con un teatro donde Los Morancos presentan un nuevo espectáculo. Me digo que he llegado demasiado lejos en mi paseo y retrocedo intentando volver a tomar el mismo camino para no preguntar, odio preguntar, como llegar a mi destino y confesar que soy un provinciano. Maldito complejo, cuantos males provocó Paco Martinez Soria cargado con aquella maleta de cartón anudada con una cuerda.
Ceno en un bar donde la especialidad de la cocina es el bocadillo de calamares. No lo comía desde que hice el servicio militar en Melilla. Me llama la atención el suelo sembrado de servilletas blancas. ¿No las recogen en todo el día?
No duermo bien, paso la mayor parte de la noche pensando en como escapar si aquel hotel sale ardiendo. Me despierto temprano y llamo a casa, las niñas se están levantando para ir al colegio. Salgo a la calle y una niebla espesa deja a la ciudad gris y mojada. Hace frío, cero grados centígrados. En un bar me ponen dos churros fríos con un café descafeinado. Ante el exiguo desayuno decido entrar en otro local situado frente al museo del Prado del que solo distingo a través de la niebla alguna arista grisacea de su arquitectura. Camino delante del ministerio de Sanidad, imponente edificio de muchas plantas, serio y sin ningún tipo de coqueteo con la vanidad. Me pregunto que es lo que hacen allí tantos funcionarios, a los que observo en sus despachos iluminados por luz eléctrica, si casi todas las competencias están cedidas a las autonomías.
Me largo a realizar un par de encargos. Sorprendentemente llego a mi destino sin problemas y sin hacer preguntas. En el centro me acerco hasta la Puerta del Sol, calle Preciados, muy cerca está el hotel Regente donde me alojé con mis padres en el primer viaje que hice a Madrid siendo todavía un niño. Antes de llegar a la Gran Vía me encuentro con una caseta que están construyendo con porquería encontrada en las playas de todo el mundo. Es lo suficientemente grande como para guardar un par de tractrores, pretenden salvar nuestros mares moviendo las conciencias de los transeuntes. A mí me parecen caprichos de gente desahogada y aburrida.
Está bonito Madrid, me gusta, vuelvo por el Paseo del Prado, paso por delante del hotel Ritz donde dos porteros ataviados con capa y sombrero despiden en un inglés fluido a un par de huéspedes. Frente por frente el Palace y más adelante la Bolsa. Frente a ella una sucursal del banco donde atesoro mis miserias financieras. Pido un extracto de la cuenta después de quedar encajonado entre las dos puertas al tiempo que una voz me pide que deposite los objetos metálicos en el exterior. Salgo miro el edificio de la Bolsa y dejo para otro día invertir dado el estado en el que se encuentran mis ahorros.
Faltan unos minutos para la una de la tarde, hora en la que quedé con mi agente. Es casi como una cita a ciegas, ella no me conoce físicamente, yo a ella por fotos. Después de un rato de espera por fin distingo una cara que que me resulta familiar, nos damos un par de besos y entramos en un bar, ella toma un vino y yo una cerveza. Hablamos de diversos temas, de lo complicado que está publicar, de cómo las editoriales están apostando muy poco por los noveles y van solo a lo seguro. A pesar de todo Ediciones B ha aceptado leer mi manuscrito, sin embargo no garantiza nada y lo más probable es que tengamos que apostar por editoriales más pequeñas. En un momento de la conversación me comenta algo de los anticipos, no tenía ni idea de que los noveles también tenemos anticipos, es una suma pequeña pero me suena muy bien. Con disimulo acaricio el extracto de la cuenta que guardé en el bolsillo de la camisa.
Después de una hora se tiene que ir, nos despedimos y le digo que espero verla pronto para firmar el contrato, me responde que no es necesario que me traslade, lo podemos hacer a distancia, le digo que prefiero volver y es que Madrid me ha vuelto a cautivar con esa mezcla de urbe cosmopolita y ciudad de provincias.
En dos horas sale mi tren de vuelta. Almuerzo en un restaurante de Atocha.